Desde tiempos inmemoriales, la historia de este país ha sido sacudida por la corrupción más desembozada. Un fenómeno sistemático y creciente que fue gestando una especie de engendro al que podríamos llamar “el partido de los amigos”, concebido exclusivamente para esquilmar el erario, y en el que hoy confluyen en contubernio todas las fuerzas políticas.
Es desvergonzada la alianza de liberales, conservadores, verdes, Centro Democrático, la U, Cambio Radical (en compañía de la multitud de denominaciones que van adoptando los grupos y grupúsculos organizados por los empresarios electorales) para apoderarse con voracidad de todos los recursos y empresas del Estado. Una alianza perversa a la que se incorporan contratistas, jueces, magistrados, abogados, periodistas fletados, medios envilecidos; también curas y jerarcas, policías y militares contaminados; oficiales de alto rango, traquetos y paramilitares. Es un grupo variopinto, la lista es larga y ancha.
Habrá notado usted que, de cara a la corrupción, esos políticos borran sin escrúpulos todas las “diferencias ideológicas” que dicen mantener. De hecho, lo que hacen es actuar sin vergüenza en una elaborada puesta en escena, para dar la falsa idea a esos sectores incautos de la opinión pública, de estar protagonizando una enconada “lucha” política. ¡Pura fachada!
Fueron esos mismos personajes fatídicos quienes concibieron y aprobaron la Ley 1474 de 2011, que denominaron pomposamente “estatuto anticorrupción” y que, transcurridos 13 años de su promulgación, no ha mostrado avances significativos en esa materia.
Los estudios nacionales, regionales y globales, dan cuenta de la precariedad ética que nos acompaña y todos los indicadores son deplorables. Las encuestas dicen que los colombianos consideran a la corrupción como “el segundo problema más importante del país“.
Fue en el marco de ese escenario desolador que, en la pasada campaña electoral, un amplio sector de la opinión pública, exhausto, pidió a gritos un cambio. El candidato Gustavo Petro de ese entonces, les dijo al enfrentar la segunda vuelta:“no estamos aquí para engañar con un discurso. Tenemos que decidir si seguimos por el camino de las frases huecas y aletargamos por cuatro años más el cambio de Colombia” y las gentes le creyeron. También expresó de manera categórica que “la corrupción no se combate con frases de Tik Tok, la corrupción se combate arriesgando la vida” y las multitudes lo aplaudieron. Gustavo Petro ganó sin discusiones.
Conmueve la dimensión de la esperanza que tal triunfo desencadenó. Un amplio sector de la opinión pública, incluyendo intelectuales, artistas y académicos de diferentes orígenes, soñaban con “la nueva era” en la que el país acababa de ingresar.
Al principio, hubo sorpresas y mucha condescendencia, cuando se evidenció el poder y las responsabilidades asignadas a figuras emblemáticas de la vieja política nacional, (los Roy Barreras, los Benedettis) cuyo palmarés ético no se compadecía con el discurso del cambio. Se arguyó en ese entonces (todavía algunos lo argumentan) que se trataba de una hábil “estrategia” de neutralización de los contrapesos, para poder llevar a cabo las iniciativas transformadoras. Pero no era así. Los cargos de responsabilidad en múltiples entidades nacionales se empezaron a entregar sin consideración a emisarios de la archiconocida corrupción nacional, que seguía operando como si nada.
Rápidamente las propuestas de “reformas revolucionarias” empezaron a ser sospechosamente aplaudidas por los organismos internacionales que representan los intereses del gran capital; el gobierno Biden hacía continuas referencias a la calidad de aliado incondicional que exhibía el señor Petro; la general Laura Richardson, jefa del Comando Sur del ejército de los Estados Unidos empezó a hacer visitas regulares al país y a recibir informes; se anunció que Gorgona sería una base militar gringa; los sindicatos de maestros que habían hecho votos de fe petrista fueron agredidos con reformas que obligaron a su movilización, y ya sin pudor alguno, empezaron a surgir los escándalos por todos los frentes: compras irregulares de tierras y negociados amparados en el discurso fatuo de la reforma agraria; mentiras flagrantes como la supuesta entrega del parque eólico Japúrache a la comunidad Wayúu, cuando se trataba de un parque que había cumplido su ciclo tras veinte años y se encontraba en proceso de desmonte; los carrotanques que llevarían agua a la Guajira terminaron siendo la fachada de un robo descomunal; las trapisondas, negociados y alianzas políticas vergonzosas de Nicolas Petro, el hijo del presidente, llegaron a niveles inocultables; las andanzas de su hermano Juan Fernando Petro haciendo extrañas tareas al gobierno sin ostentar cargo alguno, se hicieron públicas y, para cerrar el círculo vicioso, aparecieron evidencias sobre maletines llenos de dinero en efectivo que transitaban por las manos de su gente más cercana: Laura Sarabia, Olmedo López; el barril sin fondo del asalto a la UNGRD; las adiciones presupuestales y negociados del ministro Bonilla; las oscuras operaciones de entrega de miles de millones de pesos a congresistas de la “oposición” y a reconocidos caciques electorales; las adjudicaciones de contratos multimillonarios a empresarios que aportaron a la campaña. Nada nuevo desde luego. “La misma perra con distinta guasca” diría el campesino sabio.
Es patético. Mientras sectores engañados de la opinión pública se tragan sin masticar la narrativa de que “la oligarquía no quiere que se haga el cambio y lo está boicoteando”, Sarmiento Angulo se relame de la felicidad con el negocio formidable que le ofrece la reforma pensional, para no citar sino un ejemplo.
Como ha ocurrido siempre, el país escucha discursos y contradiscursos ubicados en los territorios de la denominada “guerra cognitiva” y construidos con perversas intenciones de confusión. Se hizo cierta la frase de Giuseppe di Lampedusa: “que todo cambie para que nada cambie”. ¡El gatopardismo está desatado!
Por favor, dígame usted ¿cuál es la diferencia entre el “no recibí dineros ilícitos” de Iván Name, “todo fue a mis espaldas” de Ernesto Samper, “mis hijos no son testaferros de nadie” y “yo nunca me reuní con paramilitares” de Álvaro Uribe; “soy completamente inocente” de Benedetti y el tajante “ ¡los corruptos son ustedes! ” de Gustavo Petro?
Máscaras, todos actúan con sus máscaras. Las máscaras, que al decir de Gianni Vattimo, están conectadas con la decadencia, las máscaras que visten la apariencia. Las máscaras que instrumentan el engaño…
Columna de opinión tomada de Al Alberto. En contravía (La tribuna de expresión de Alberto Morales Gutiérrez).
Publicada el 19 de julio de 2024.