La globalización la definió Marx como un proceso de expansión del capitalismo a escala universal, con la presencia de una intrínseca condición: la de explotar a los trabajadores en todo el mundo. En aquel pequeño libro, El manifiesto comunista, escrito con Engels y que ayudó a muchos a curarse de la angustia existencial, y a otros a cuestionar a fondo un sistema de explotación “del hombre por el hombre”, dijo, asimismo —en lo que parecería una obviedad sin serlo— que el ejercicio de tal fenómeno aumentaba el poder de los grandes centros económicos.
El capitalismo, que después alcanzó la fase superior, el imperialismo, ha tenido como parte de sus sustentadores —o, para usar un término de minería, sus entibadores, a veces vestidos de “proletarios”— a una serie de hechiceros que, con sus pócimas y rituales de abracadabras, le dan vida. El mismo Engels, en el prefacio a la edición inglesa del Manifiesto, en 1888, con más entusiasmo y sazón, los llamó “curanderos sociales que prometían suprimir, con sus diferentes emplastos, las lacras sociales sin dañar al capital ni a la ganancia”.
La globalización del capitalismo, que ya aquellos profetas del proletariado habían discernido y avistado, muchos años después fue definida por uno de los peores depredadores del imperialismo en el orbe, Henry Kissinger, como el “otro nombre para definir el papel dominante de Estados Unidos en el mundo”.
A esta “carga de profundidad” imperial habría que sumar, para el caso de países como los latinoamericanos —controlados y tratados como solares de Estados Unidos—, las derivadas del Consenso de Washington. Para apoderarse de los mercados en estos territorios sometidos, se propiciaron las aperturas económicas y la aprobación de nuevas constituciones políticas, como la que hubo en Colombia en 1991.
A través de tratados de libre comercio, pero a la vez atadas a las riendas del Fondo Monetario Internacional y otras entidades, estas naciones (“tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”) no solo ampliaron su dependencia, sino que extendieron, para la mayoría de la población, miserias sin cuento. Y la “globalización” del capitalismo, en particular del yanqui, era la danza de moda.
A su vez, la globalización cercenaba culturas locales, imponía usos y “costumbres” agringadas, y cada día, en medio del bosque de aparatos y sistemas de divulgación, uno desconocía, por decir algo, qué bailaban en el Congo o qué poeta había en Costa de Marfil. Se globalizaba el dominio “americano”. Nos rellenaban de hamburguesas y otros desechos indigeribles. Entre tanto, la metrópoli era un poderoso centro de ganancias para transnacionales, banqueros y perfumados magnates.
Ahora, Trump, que revive el decimonónico “destino manifiesto”, combinado con moralinas, con ganas de expansionismo, pero a su vez con controles internos, con persecuciones a inmigrantes, con la perversión de creerse un “iluminado”, dice que la globalización (¿la gringa?) ha llegado a su fin. En una mezcla rara de mesianismo nacionalista y proteccionismo, el desaforado mandatario parece ver el desarrollo de Estados Unidos como un “mandato providencial”.
Bajo el mantra “Hagamos a Estados Unidos grande de nuevo”, a Trump no se le da nada para expulsar mano de obra inmigrante, señalar que los que atacan a Israel son antisemitas (como una táctica de encubrimiento de la limpieza étnica de Tel Aviv en Gaza), querer territorios extranjeros ricos en minerales estratégicos, y, en medio de su delirio imperial, aspirar a forjar una especie de mesiánica “teología” de las ganancias y de aislamiento del mercado externo.
La nueva “guerra” de los aranceles no va a encubrir todos los despropósitos de la globalización, que ha acelerado la inequidad, estimulado la concentración de riquezas y precarizado empleos y salarios. En su asalto mundial, las vampirescas corporaciones se han chupado la sangre de la mano de obra barata en países atravesados por los desamparos.
El proteccionismo “trumpista” no pone ojos, digamos, en las acciones de organismos como el FMI, que imponen, entre otros mandamientos, la privatización de servicios esenciales en distintos países y, por si fuera poco, les lesionan la soberanía. Como se ha visto, el “escogido” por la “providencia” observa de modo selectivo el “papel dominante” estadounidense en el mundo, sin cuestionar en ningún caso el omnímodo poder de las transnacionales y de la banca internacional.
Igual, la guerra comercial declarada por Trump da pistas para la iniciación de una nueva era global en la que el capitalismo puede seguir galopando. Algo de explosión surrealista se advirtió cuando el potentado del copete declaró que su país, durante décadas, ha sido “expoliado, violado y despojado” por otros países, cercanos y lejanos. ¿Delirio del Cañón del Colorado o será de Las Vegas? La globalización se viste con otras prendas y se abatirá de modo progresivo en el saqueo de las neocolonias, donde algunos “dirigentes” creen que el capitalismo puede reformarse, cuando en vez de “chamanes” lo que requiere son sepultureros.
Columna de opinión tomada de El Espectador.
Publicada el 8 de abril de 2025.
