La alarma suena a las 5:30 A.M. Mientras preparo el café —cada vez más escaso por el precio del tarro—. En la ruta al centro de formación, paso frente a un edificio abandonado del SENA en La Ceja, Antioquia, obra pública prometida hace más de cuatro años. Ahora es solo escombro con letreros descoloridos de «Próximamente«. El neoliberalismo se viste de progreso, pero deja promesas a medias. Reflexiono: ¿cuántas estructuras así hay en el SENA y en el país? Las de Puerto Berrío, Tuluá y Buenaventura son solo algunos ejemplos; no solo de cemento, sino también de derechos inconclusos.
En el descanso, comparto un café con Luisa, instructora de agroindustria. Sus ojos se humedecen al hablar de su hijo migrante: «Se fue a Canadá porque aquí, ni con título, le alcanzaba«. Otro cerebro fugado. En la cafetería, Carlos, de electricidad, se queja: «Este mes el recibo de luz subió un 30 % y anuncian un alza del 36 % en el gas. El salario, en relación con el poder adquisitivo, está peor que en 2021«. Asentimos en silencio, sintiendo que cada cifra es un golpe más, es una desilusión más para el colombiano promedio que trabaja día a día por un futuro mejor y un cambio que nunca llega.
El recuerdo de aquel edificio abandonado en La Ceja vuelve a mi mente. No es solo concreto desmoronándose, es el reflejo de un país que se derrumba mientras a veces pasa desapercibido. Al llegar a casa, esas cifras me persiguen. Hago cuentas, intentando entender por qué no logro salir de deudas, pese a mis esfuerzos por ahorrar. Los resultados son desoladores: hoy gano, realizando la misma labor, un 16,16 % menos en términos de poder adquisitivo que en 2021, cuando empecé a trabajar en el SENA. Esta es la realidad de los trabajadores del SENA, donde solo el 20 % es funcionario de planta y el 80 % es contratista. Modelo que viene desde gobiernos anteriores y se mantiene en este.
Eso significa que, en estos años, he dejado de percibir cerca de $15 millones de pesos, y para finales de este año la cifra alcanzará casi $23 millones, trabajando la misma cantidad de horas, o incluso más. Si mi poder adquisitivo hubiera crecido al menos al ritmo del salario mínimo —que supera levemente la inflación—, habría recibido alrededor de $34 millones de pesos adicionales en este tiempo, y para finales de 2025 serían $51 millones más.
No es que esa diferencia cambiara mi vida de forma radical, pero significaría un poco de tranquilidad: no ahogarme en deudas, quizás incluso poder ahorrar algo.
A esto se suman las inversiones de mi propio bolsillo para seguir formándome. Este año perderé más de siete millones y medio de pesos en poder adquisitivo respecto a 2021. Para mantener la misma calidad de vida, debería trabajar 50 días más al salario actual. Eso implica buscar otro empleo los sábados, llevar más trabajo a casa y, lo que es peor, perder un tiempo que nunca recuperaré: momentos con mi familia, amigos, el deporte, la vida misma. O, como muchos, tendré que recortar gastos: dejar de viajar para visitar a mis padres en vacaciones, renunciar a comprar ropa o zapatos nuevos, compartir apartamento para reducir el costo del arriendo, evitar comer fuera para estirar el dinero y no convertirme en un esclavo del trabajo.
Estas cifras me enfrentan a un futuro poco alentador. Me hacen cuestionar mi vocación por la enseñanza, por el sacrificio económico que implica, y me detienen cuando pienso en invertir más en mi formación, porque es un dinero que, probablemente, nunca recuperaré.
Al día siguiente hay una reunión sindical. Discutimos el nuevo recorte al presupuesto educativo. Alguien menciona el paro del 2021 y cuestionan por qué ahora no se protesta contra una reforma pensional que perjudica a los miembros del SENA, que disminuye la mesada pensional a jóvenes que anhelan pensionarse un día, muchos compañeros se quejan y comentan que el sindicato principal y más grande ya no obedece a los intereses de los trabajadores sino del Gobierno. “Perdimos el norte”, afirman.
Al salir, un aprendiz me pregunta qué tantas oportunidades laborales conseguirá. Le respondo “sí, oportunidades hay”, aunque dudo. Las empresas prefieren contratos por prestación de servicios, sin garantías. Me pesa esa incertidumbre. cada respuesta es un intento de sostener algo que también se tambalea en mí.
Nos hablan del concurso para puestos de carrera, el primero en ocho años para vincular instructores y administrativos a la planta. Mi amigo Javier reconoce el avance: vincular a 1.809 personas es un paso adelante, aunque muy tímido, que apenas mejora las condiciones de cerca del 4 % del personal precarizado. ¿En qué momento se normalizó que el 96 % de los contratistas sigan en la misma precariedad, quizás por otros ocho años más en el mejor de los casos.
La meritocracia se ha convertido en una excusa para reducir la calidad del trabajo y socavar derechos laborales. Para los gobiernos, la equidad solo existe al momento de cobrar impuestos en la canasta básica familiar. En lo demás, «equidad» es sólo un discurso que se afirma día a día al notar lo que no puedo comprar, y tal vez no podré nunca. El resto parece ser solo un espejismo que se desvanece con cada cifra fría y cada día trabajado sin garantías.
El domingo visito a mi hermano ―también contratista del SENA― en Soacha. Su casa, diminuta para cuatro, cuesta lo que un apartamento en Bogotá hace una década. «Ni loco tengo otro hijo«, confiesa. La natalidad baja no es egoísmo, es matemática pura: Para una persona responsable, pensar en tener hijos bien tenidos se ha vuelto inviable incluso sin hablar de lujos, sólo pensando en ofrecer un lugar seguro y una educación digna y ni qué decir de comprar una vivienda si los precios han crecido mucho más que los salarios; cómo puede pensar un contratista, que se queda mes y medio sin empleo al año y que ve su poder adquisitivo mermado notablemente, en comprar una vivienda para él y su familia.
En clase, María, aprendiz desplazada del Catatumbo, relata cómo su familia huyó de un grupo armado que «dice defender al pueblo, pero cobra vacunas«. Los estudiantes callan. La guerra también se cuela en las aulas. Por la tarde, leo que Colombia aumentó el pago de la deuda externa. ¿Y la deuda con nosotros? El Estado prioriza acreedores, no ciudadanos. Pienso en mi hermano, en María, en las historias que se repiten con distintos nombres, y sólo veo la desolación de un país que se quiebra y el agotamiento de un pueblo que ni esforzándose logra condiciones mínimamente dignas, como una casa propia o un ahorro de seguridad en caso de emergencias.
Un par de días después tengo una cena con colegas. Javier, contratista desde hace siete años, bebe su aguardiente con rabia: «Ni prima ni salud, puro ‘servicios profesionales’ para ahorrarle al Estado«. La función pública ya no es vocación, es precarización. Adicionalmente me informan que por todos los centros de formación están difundiendo una “lista negra” con bases de datos de trabajadores contratistas que demandaron a la institución reclamando lo justo y que se hiciera visible el contrato realidad, no es justo que tras de todos esos años de maltrato laboral ahora quieran negarles la contratación en todo centro de formación. Eso no solo es completa injusticia en contra de ellos, también es una presión para que nadie más se atreva a reclamar lo justo, muchos salen con indignación pero ante el temor a no tener un nuevo contrato deciden callar y no levantar protesta.
A la mañana siguiente camino por la plaza. Un grafiti reza: «No somos colonia«. Pienso en los Tratados de Libre Comercio (TLC) que inundan el mercado de importaciones, en las mineras extranjeras saqueando el Guaviare, en los funcionarios que firman contratos leoninos mientras viajan a Washington. El modelo nos convierte en espectadores de nuestra propia ruina.
Al caer la tarde, camino por el parque donde un grupo de jóvenes pinta un mural frente a la alcaldía. En trazos rojos, azules y amarillos escriben: «La dignidad y la soberanía no se negocian«. Me detengo a hablar con Daniela, una exalumna que lidera el colectivo. «Profe, ¿vio que el Gobierno habla de paz, pero sigue contratando con Israel para el mantenimiento de los aviones y recortando subsidios a los estudiantes del ICETEX. Nosotros no nos vamos a callar«, dice mientras mezcla pintura. Le pregunto si no teme el desgaste. Responde con una sonrisa cansada, pero firme: «Mi abuela luchó en los 80 por lo mismo. Esto no es de un Gobierno, es de no rendirse«.
En la noche, mientras reviso planes de clase, pienso en las palabras de un viejo texto que releo cada septiembre: «La historia es de quienes no se resignan«. Petro llegó prometiendo ser la antítesis de la oligarquía, pero hoy su retórica es más molesta y suena a disco rayado: más recortes de beneficios, aumento en el costo de vida, más concesiones a los especuladores financieros, más silencio ante el hambre de los territorios. Sin embargo, en las grietas de su falso «cambio«, crece la revolución de quienes creemos y luchamos por una Colombia mejor, una realmente soberana y grande.
En el SENA, por ejemplo, los instructores ya no solo enseñamos a soldar o programar. Entre líneas, hablamos de cooperativas, de economía popular, de la defensa de la soberanía digital, de cómo blindar los proyectos comunitarios contra los fondos buitre. En Cauca, los estudiantes indígenas mezclan sus saberes ancestrales con la robótica; en Barrancabermeja, los talleres de energía solar se convierten en asambleas contra el fracking. No es la revolución de los titulares, es la que se teje en los talleres oscuros, en las aulas sin aire acondicionado, en las ollas comunitarias que repiten como mantra: «Nada nos regalaron, todo lo construimos«.
En la primera clase del día martes, un aprendiz me pregunta: «¿Para qué sirve lo que aprendemos si el país se hunde?«. Le muestro el informe de un exalumno en Necoclí, Antioquia, que con un préstamo cooperativo montó un taller de botes solares para sustituir las lanchas de los narcos. «Sirve para esto«, le digo. «Para que cuando el Estado falle, el pueblo no necesite mesías«.
No nos ilusionamos: la liberación no será mañana. Los de arriba tienen tanques, tratados y bancos. Pero tenemos algo que no pueden comprar: el tiempo. Ellos necesitan resultados rápidos para sus balances; nosotros, en cambio, sembramos árboles cuyas raíces romperán sus cimientos.
Hoy, al cerrar este diario, vienen a mi mente las palabras de un viejo minero de Támesis: «La oscuridad es larga, compadre, pero el amanecer es terco«. Colombia no se salvará con un solo héroe ni con un gobierno. Su salvación llegará cuando los de abajo —trabajadores, campesinos, docentes, estudiantes y microempresarios nacionales— dejemos de pedir permiso a los extranjeros para gobernar lo que siempre fue nuestro.
A pesar de ello, el lunes volveré al SENA. Porque por cada estudiante que se ve obligado a migrar, hay otro que se resiste a abandonar su tierra y le apuesta a transformar desde su comunidad. Puede que sea ingenuo, pero en medio del colapso, la educación sigue siendo nuestra trinchera. Seguiré aquí, en esta trinchera de tableros, marcadores y computadoras viejas, porque cada vez que un aprendiz comprende un circuito eléctrico, redacta un ensayo crítico, lucha por su barrio o emprende cualquier otro acto de resistencia civil, está demostrando que también la educación puede ser un acto de rebeldía. Y cada paso hacia adelante, por pequeño que sea, acerca un milímetro más el futuro que soñamos.
La resistencia no es solo marchar, es educar, organizarse y resistir. La soberanía de nuestra amada Colombia no se consigue de la noche a la mañana. Es construir, aunque sea en miniatura, el mundo que no nos dejan tener. Y créanme, compañeros: ese mundo ya está naciendo.