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Reinaldo Spitaletta

Escritor, periodista y transeúnte. Columnista de El Espectador.

Biodiversidad y el monopolio de la desventura

La COP16 es una reunión de los intereses máximos del neoliberalismo, una ocasión para seguir recetando sus fórmulas de sometimiento a las neocolonias, como ha sido el patético caso de Colombia ayer y hoy.

Colombia, como el viejo Clemente Silva, el otro narrador de La vorágine, ha tenido el “monopolio de la desventura” con su abundancia de recursos naturales. El saqueo ha sido parte de una historia de asaltos, en especial de potencias extranjeras, sobre el suelo y el subsuelo, el aire, el mar, las otras aguas, la selva…Y al ser uno de los países del mundo con mayor riqueza biológica (agua, flora, fauna) también, como si ser dueño de un tesoro de biodiversidad fuera una desgracia, es uno de los más explotados de modo irracional.

En este centenario de la publicación de La vorágine volvimos a esculcar en la historia aquellas faenas de agresiones permanentes contra indígenas, llamados entonces los “irracionales”, esclavizados, pulverizados por la voracidad de la Casa Arana, fachada de una transnacional inglesa, colonialista y expoliadora, y más agresiva que las tambochas que “ponían en fuga pueblos enteros de hombres y de bestias”. Las selvas colombianas (también las peruanas y brasileñas) al ser ricas en caucho, fueron el escenario de un genocidio y otras barbaridades.

La riqueza natural, como una paradoja surrealista, ha sido una causal de agresiones, expoliaciones y otras maniobras de países extranjeros, de multinacionales y, aunque parezca un anacronismo, del imperialismo estadounidense, que comenzó, a principios del siglo pasado, a apoderarse del petróleo nacional. En las concesiones de gobiernos criollos entreguistas se combinaron factores como el de la separación de Panamá, aupada por Washington y el expansionista Teddy Roosevelt (el que con mucha guasa dijo: “I took Panama”), y la llamada “danza de los millones”, como efecto del pago de la indemnización gringa, cuyo cobro condujo al arrodillamiento de mandatarios colombianos.

Y así como desde tiempos remotos sucedió con el oro, otras riquezas de estas tierras fueron explotadas y devoradas por pirañas extranjeras con el auspicio de sus epígonos y lacayos del “criollaje”, con espíritu y acciones de guaricha. Ha sido como una suerte de fatalidad ser tan ricos y tener gobiernos postrados a los intereses foráneos.

La depredación incesante de los recursos naturales del país, ese continuo sangrado, o esa casi eterna manera de estar con las venas abiertas, también ha producido resistencias, demostraciones de dignidad frente a las agresiones, a veces disfrazadas de “ayuda humanitaria”, o de planes “antinarcóticos”, o simplemente, como suele pasar con las presencias permanentes del imperio, de “colaboración”. Y ha habido levantamientos de comunidades indígenas, o de pueblos enteros que se oponen al arrasamiento de páramos o a las acciones depredadoras de transnacionales mineras.

A toda esa injerencia explotadora de agentes externos, de la banca multilateral, de organismos financieros que mantienen atada a una ingente deuda externa a países como Colombia, y a todos esos discursos plagados de “tecnologías limpias” y otros eufemismos, se han opuesto pobladores de distintas partes, como ha sucedido más recientemente con las intentonas de convertir el parque nacional Gorgona en una base militar, en las que ha sido muy evidente la intromisión estadounidense.

Ahora que con tanta alharaca está reunida en Cali la COP16, sería interesante plantear, por ejemplo, si allí se resolverá la biopiratería y el acceso descarado de empresas extranjeras, de países potentes, como Estados Unidos y los de la Unión Europea, a la explotación de riquezas de naciones débiles, sometidas, como es el caso de Colombia. Desde hace tiempos los recursos naturales son una mercancía, cuyo mercado y explotación han estado bajo el control de Washington y sus aliados de Europa.

Es, a toda vista, una reunión controlada por los poderosos, por el capitalismo y sus transnacionales, cuyos fines, así los recubran de ecologismo, de preservación del medio ambiente, etc., son los de la superexplotación de las riquezas naturales de los países sojuzgados, de su biodiversidad, y, además, del apoderamiento de sus mercados internos.

Es una reunión de los intereses máximos del neoliberalismo, una ocasión para seguir recetando sus fórmulas de sometimiento a las neocolonias, como ha sido el patético caso de Colombia ayer y hoy. Ya se ha dicho por aquí y por allá, pero, creo, no sobra repetirlo: nuestro destino, de acuerdo con la dominación de la metrópoli, es la de seguir siendo proveedores de materias primas y de mano de obra barata, con participación desigual en los términos de intercambio, y de compradores de insumos extranjeros más costosos.

Así que, lo más probable, es que sigan siendo los países más desarrollados en su capitalismo los que tracen las líneas en la conferencia y digan cómo tienen qué moverse los muñecos, o los títeres, de sus satélites. No faltará una que otra pataleta de los sometidos por la avidez y otros modos de los zarpazos de los mandamases. Pero será solo eso, un “berrinche de culicagado”, como decían algunas señoras de antes.

Se aspira, eso sí, a que las resistencias populares, las demandas por un país libre, democrático y próspero sigan fortaleciéndose en todo el territorio y cada vez haya más conciencia de la necesidad de zafarnos de la coyunda de los que desde hace años se están robando la nación con la complicidad de los lacayos criollos.

Columna de opinión tomada de El Espectador.
Publicada el 22 de octubre de 2024.

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Reinaldo Spitaletta

Escritor, periodista y transeúnte. Columnista de El Espectador.

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