Tras un siglo de convertirse en una economía imperialista y ostentar la hegemonía mundial, Estados Unidos ha logrado configurar un sistema para la apropiación neta, persistente y a largo plazo de plusvalor, desde el resto de las naciones, a través del dominio del dólar, los flujos de ingresos de las inversiones de capital, el intercambio desigual en el comercio y las fluctuaciones en los tipos de cambio.
Como palancas del sistema procuró una arquitectura financiera global a su medida (FMI, BM, OMC, etc), la diplomacia y cooperación de la USAID para “estabilizar” democracias y cerca de 800 bases militares por todo el planeta para aleccionar o amedrentar a quien haga falta.
Decadencia interna
Pero ni siquiera el expolio a otras naciones logra compensar el desarrollo adverso de las contracciones propias del capitalismo, ni de aquellas engendradas a nombre de la globalización. Que su economía mantenga una caída prolongada y persistente de la tasa de ganancia del capital no financiero durante los últimos 75 años, es una señal bastante elocuente de sus problemas sistémicos.

En general, su crecimiento económico es mediocre respecto a sus rivales geopolíticos e inferior respecto a sus propios registros en décadas anteriores. En materia de productividad continúa con una tendencia a la baja de la que no logra recuperarse desde la década del 70 del siglo pasado, con el agravante de que los datos positivos responden solo a los sectores que representan 1/3 del PIB y 20 % del empleo.

En enero, cuando Trump llegaba por segunda vez a la Casa Blanca, el déficit comercial alcanzó un máximo histórico de $130.7 mil millones de dólares y la deuda pública, también en niveles récord, superó los $36.2 billones de dólares, duplicándose en sólo una década, impulsada por la porción que está en manos de acreedores extranjeros (deuda externa) cuantificada en $27.6 billones de dólares (Departamento del Tesoro).
La globalización, que buscaba garantizar la movilidad global del capital financiero y el acceso a mano de obra barata en los países en desarrollo, también provocó la pérdida de más de 5 millones de empleos en el sector manufacturero estadounidense durante la primera década del siglo XXI, una disminución del 35 % en comparación con los niveles de 1980 (Oficina de Estadísticas Laborales).
Los recientes llamados a la reindustrialización bajo las administraciones de Obama, Trump y Biden se han topado con una importante barrera estructural: la naturaleza parasitaria del sector financiero. A lo largo del siglo XXI, este sector ha mantenido un patrón de desviar una parte sustancial de las ganancias corporativas, impidiendo así la reinversión en el crecimiento empresarial o la innovación. Entre 2010 y 2020, las empresas que cotizan en el S&P 500 destinaron más del 90 % de sus ganancias netas a la recompra de acciones y el pago de dividendos. En 2022, la recompra de acciones corporativas superó el billón de dólares por primera vez en la historia. Para 2024, el gasto combinado en dividendos y recompras estableció un nuevo récord, superando los USD 1,57 billones.
A pesar de que la economía estadounidense representa solo el 27 % del PIB mundial, las empresas de EE. UU. constituyen el 70 % del valor total del principal índice bursátil mundial y el 60 % de los ingresos del S&P 500 provienen de EE. UU. Esta discordancia entre la economía real y la financiera llevó a Ruchir Sharma, presidente de Rockefeller International, a afirmar que “América está sobrevalorada, sobreexpuesta y sobrepublicitada como nunca”, señalando que estamos frente a “la madre de todas las burbujas”.
Otra expresión clara de esas contradicciones a nivel interno son los niveles aberrantes de desigualdad. Según la OCDE, Estados Unidos tiene la mayor desigualdad de ingresos en el G7, donde el 10 % más rico tiene cerca del 50 % de los ingresos y el 71 % de la riqueza.
Frente al consumo, el 20 % más rico de la población representa el 40 %, mientras que el 40 % más pobre contribuye solo con el 20 %, siendo la brecha más amplia jamás registrada. Estados Unidos también registra la menor esperanza de vida y los costes de vivienda más altos entre los países desarrollados.
Parte de su decadencia tiene que ver con la economía de guerra con la que amenazan al mundo. Según el instituto Watson de Asuntos Públicos e Internacionales de la Universidad Brown, desde 2001 Washington ha invertido en guerras u «operaciones de contingencia exterior» más de $6,7 billones de dólares ―¡cerca del 25 % de su deuda externa!―, produciendo más de 4.5 millones de muertes y entre 38 y 60 millones de desplazados. El imperialismo patrulla el mundo chorreando sangre y lodo.
Con Trump 2.0 continúa el régimen plutocrático marcado por la escandalosa presencia en el gobierno de multimillonarios como Scott Bessent en el Tesoro, Howard Lutnick en Comercio, Linda McMahon en Educación y Elon Musk en el nuevo departamento de Eficiencia Gubernamental y por la guerra económica contra los trabajadores y sectores más vulnerables a través de recortes en programas sociales clave como la Seguridad Social, Medicare y Medicaid, que incluyeron recientemente el despido de más de 10,000 empleados del Departamento de Salud y Servicios Humanos.
La erosión de su hegemonía
Pese a que aún ostenta el puesto como principal potencia por PIB nominal y por el poder que le confiere el dólar, el sistema financiero y su poderío militar, lo cierto es que viene perdiendo terreno, especialmente con China que desde el 2014 se convirtió en la principal economía por paridad de poder adquisitivo.
Según la OCDE, para 2024 la producción manufacturera de China triplicó la de Estados Unidos. A nivel comercial, mientras en 2001 el 80 % de los países comerciaban con Estados Unidos más que con China, para 2023 la tendencia se revirtió completamente y el 70 % (145 países) comercian más con China. Más de la mitad de todos los países comercian el doble con China en comparación con Estados Unidos.
Según el Rastreador de Tecnologías Críticas del Gobierno australiano, China lidera la investigación en 57 de 64 tecnologías monitoreadas (entre ellas biotecnología, energías renovables, tecnología espacial, inteligencia artificial y tecnologías de la información). Hace 20 años Estados Unidos lideraba 60 de 64 tecnologías.
Lo anterior seguramente explica por qué desde 2011, con la estrategia de política exterior «Pivot to Asia”, se ha venido fortaleciendo un consenso entre la clase dirigente sobre la “amenaza existencial” que representa China para la hegemonía norteamericana, tendiendo a enfocar progresivamente en Asia-pacifico los principales recursos militares, económicos y diplomáticos de EE. UU.
China hace años dejó de ser “el taller barato”, hoy financia la deuda de Estados Unidos, siendo junto con Japón los principales tenedores de bonos del Tesoro, y el segundo país de origen de las importaciones estadounidenses. Para la última década el promedio anual del déficit comercial de Washington con Pekín fue de más de $327 millones de dólares, el más alto que tiene con cualquier otro país o bloque.
Por eso hoy “reniegan” del libre comercio del que se consideraban abanderados, imponen sanciones unilaterales, azuzan un conflicto en Taiwán, e intimidan a los BRICS + cuando hablan de mecanismos de pagos alternativos al dólar, que, pese a su preeminencia, ha disminuido su proporción en las reservas internacionales mundiales del 70 % al 57,4 % entre 1990 y 2024.
El ascenso de China cuestiona la hegemonía norteamericana y recuerda la relación de los Estados Unidos y la Gran Bretaña del siglo XIX, cuando los británicos ante el declive manufacturero viraron hacia el proteccionismo arancelario mientras los estadounidenses, que tras décadas de haber formado un entorno proteccionista para su industria naciente se encontraban ya listos para “patear la escalera” y abanderar el libre comercio.
Es un buen momento para recordarle a los nostálgicos de Smith, Ricardo y Friedman que el «libre comercio» ha sido, sobre todo, un instrumento para impedir el desarrollo de otras naciones. Que en su momento Reino Unido, Alemania, Francia, Corea del Sur y Japón también utilizaron aranceles, subsidios, restricción a la inversión extranjera, piratería, apoyo estatal a industrias clave, etc. para construir sus economías y que, a pesar de la retórica librecambista, nunca renunciaron por completo a subsidiar y proteger sus industrias estratégicas.
Trump 2.0: guerras arancelarias, monetarias y militares
En el afán de resolver sus contradicciones internas y los retos geopolíticos, Estados Unidos incita guerras proxy y ataca o amenaza, directa o solapadamente, a otras naciones. Sea el presidente demócrata o republicano, el imperialismo ―económico y militar― es una política estratégica de Estado, aun cuando haya variaciones tácticas en cada mandato.
Como Bretton Woods, el Consenso de Washington y los Acuerdos del Plaza parecen hoy quedar cortos o estorbar, con Trump 2.0 se vislumbra su revisión a través de lo que ya se conoce como Acuerdo de Mar-a-Lago. En virtud de este nuevo “acuerdo”, la imposición de aranceles a medio centenar de países es solo el comienzo de un plan para reestructurar el sistema financiero internacional.
Mar-a-Lago Accord tiene entre sus objetivos abordar el “problema del dólar fuerte”, devaluando la moneda para mejorar la competitividad de las exportaciones estadounidenses y promover la reindustrialización, canibalizando o absorbiendo la infraestructura manufacturera de sus principales “aliados”.
Además, el plan incluye la reestructuración de la deuda pública a través de la creación de bonos del Tesoro a 100 años que recaerá sobre los bancos centrales extranjeros, deuda que ya supera los $32,6 billones de dólares, y que tiene una alarmante porción superior al 25 % venciendo este año.
La agresiva política arancelaria entonces no será el fin, sino el medio para imponer de manera individualizada correcciones al “libre comercio” allí donde no les funciona, abaratamiento de la deuda con la imposición de nuevas condiciones para los tenedores de los bonos del Tesoro (bancos centrales extranjeros), la efectiva devaluación del dólar y la obtención de ventajas energéticas y geopolíticas allí donde las necesite.
Donde también hay un cambio táctico es en el conflicto en Ucrania. Durante dos décadas vimos a los diferentes gobiernos de la Casa Blanca instigar y gestar la guerra que finalmente estalló en 2022. Hoy, con Alemania en recesión, rotos los canales diplomáticos y energéticos (e. gr. NordStream 2) entre Rusia y Europa, y requiriendo alinear fuerzas contra China, la paz de Trump está más que “justificada”. Se ha concretado la máxima con la que nació la OTAN: “mantener a los rusos fuera de Europa, Estados Unidos dentro y Alemania abajo”, expresada por Lord Hastings Ismay, el primer Secretario General de la OTAN.
En Medio Oriente, Estados Unidos ha proyectado su política intervencionista através de Israel, su principal aliado incluso en el actual genocidio contra el pueblo palestino. La administración Trump 2.0 continúa esta línea, no solo con su ambición de controlar Gaza directamente, sino también al reactivar la política de «máxima presión» sobre Irán. El alcance de esa presión dependerá de cómo se resuelva la tensión entre la necesidad de Washington de priorizar el Pacífico y la insistencia de Tel Aviv en provocar un enfrentamiento directo con Teherán.
En el pasado reciente, Estados Unidos intervino militarmente en Libia, Iraq, Siria, Afganistán y hasta promovió un golpe de Estado blando en Brasil. Con Trump 2.0, sea por afanes de expansión territorial, la necesidad de incrementar su participación en el Ártico por las rutas de comercio y recursos que allí se vislumbran, o por necesidad de deteriorar las posiciones comerciales de China, no se pueden subestimar las amenazas contra Dinamarca ―por Groenlandia―, Canadá y Panamá ―por el Canal―.
Unidad y resistencia civil
En Colombia, pese a su grandilocuente retórica, el Gobierno Petro ha mantenido una política económica y social sumisa con las orientaciones de la Casa Blanca, el FMI y el Banco Mundial. Y en el plano internacional, su política pública de seguridad y defensa persigue como estrategia “afianzar (…) la cooperación con la OTAN, en el marco del Acuerdo de Asociación con dicha organización”. Esto explica, entre otras, la promoción de la presencia militar gringa en Gorgona, la Amazonía y la participación de la Armada en el grupo de la Fuerza Marítima Combinada que lidera Estados Unidos en el Golfo de Adén.
Por eso, mientras los embaucadores llaman a la unidad ―con el partido demócrata― por el cambio climático, los revolucionarios en Colombia clamamos por un frente mundial contra el imperialismo norteamericano, lo acusamos como la principal amenaza para la paz y convivencia pacífica de los pueblos y renegamos de su injerencia y las agresiones contra otras naciones. Por fortuna, no estamos solos en esta empresa. A diario, millones de personas protestan contra sus agresiones imperialistas y gobiernos soberanos reniegan del régimen económico con el que exprime y abusa de otras. La protesta global en respaldo al pueblo palestino es prueba de eso, así como las crecientes expresiones ciudadanas que dentro de Estados Unidos denuncian la elite imperialista que también los oprime. La unidad, dentro y fuera, será la clave para acelerar su derrota. ¡Manos a la obra!