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Reinaldo Spitaletta

Escritor, periodista y transeúnte. Columnista de El Espectador.

Teatro del pueblo para el pueblo

A propósito del Día Mundial del Teatro, conmemorado hoy 27 de marzo, SOBERANÍA replica la más reciente columna de opinión de Reinaldo Spitaletta sobre la historia del Pequeño Teatro de Medellín.

A muchos factores, azares, destinos y otras inesperadas “causalidades” se debe el nacimiento de un grupo teatral que acaba de cumplir cincuenta años y es uno de los íconos en Colombia de la persistencia en el arte, en un país en el que lo que huela a cultura puede ser materia de sospecha. Uno de esos azarosos orígenes de la compañía pudo ser, quién lo creyera, la masacre de Santa Bárbara (1963), cuando el ejército asesinó a once trabajadores y una niña en la huelga de Cementos El Cairo.

Años después de aquel suceso sangriento de represión oficial al movimiento obrero, en Medellín se montó una obra teatral conmemorativa de la masacre. La dirigió Jairo Aníbal Niño, como parte del repertorio de la Brigada Universitaria de Teatro. En el elenco estaba Rodrigo Saldarriaga Sanín (1950-2014), quien, junto a otros muchachos, fundaría el Pequeño Teatro de Medellín, en 1975.

Fotografía del Pequeño Teatro de Medellín.

La obra sobre la masacre desató en Medellín un escándalo de vastas proporciones. Hay que recordar que, además de los soldados, se señaló en baja voz a los responsables de la misma, como Belisario Betancur, ministro de Trabajo, y Fernando Gómez Martínez, gobernador de Antioquia y uno de los dueños del diario El Colombiano.

El periódico señaló como subversivos y mendaces a los teatreros que se habían atrevido a tamaña denuncia, y los calificó, además, de “saltimbanquis”. Para el joven Saldarriaga, hijo de “gente bien”, fue su bautismo teatral. La madre le dio un ultimátum: “Se me retira ya de ese grupo y dedique su tiempo a prepararse en una profesión honrada, eso del teatro solo sirve para entretener negros”. Así lo recordó en su memoria, Tercer Timbre, el director y actor, que en vez de la arquitectura, que no terminó, se dedicó hasta su muerte a lo que más amó: el teatro.

La agrupación nació en un barrio de Medellín, Villa Hermosa, en un “tugurio con solar”, que les alquiló un hombre sensible, joyero, admirador de Shakespeare, y con una agencia de arrendamientos: Jaime Sanín. Allí, iluminados además por Juan Rulfo, floreció este elenco, que se iría templando en sus conexiones con el pueblo, en giras por el río Magdalena, la costa atlántica, el viejo Caldas, Santander, los llanos orientales…

Decía que Rulfo los iluminó. Adaptaron tres de sus cuentos: “Diles que no me maten”, “Nos han dado la tierra” y “Anacleto Morones”. En este último montaje, los hombres tuvieron que representar a las mujeres, con estreno en el Teatro Camilo Torres, de la Universidad de Antioquia, abarrotado hasta la asfixia. Así, con un bautizo en el entonces destartalado teatro, los juveniles actores se encaminaron por una ruta llena de sobresaltos y de dramas, también de comedias y tragedias. Los estaba esperando nada menos que Macbeth, de Shakespeare, que montaron, con una escenografía descomunal, en el “tuguriano” lote de barriada.

Antes de conseguir aquella sede con solar que también les servía como cancha de fútbol, los actores ensayaban en el apartamento de Saldarriaga, en pleno Guayaquil, en Maturín con Junín, en el edificio del Confortativo Salomón. Entonces el sector era turbulento, llamativo, interesante y, según recordó alguna vez el director, “era bacano, con putas, borrachos, malevos, y yo vivía ahí con mi esposa y mi hijo”. Hoy, tras miles de peripecias, Pequeño Teatro, cuyo lema recuerda a Giorgio Strehler, del Piccolo Teatro de Milán, “teatro del pueblo para el pueblo”, tiene una enorme casa republicana en el centro de Medellín.

Con un extenso repertorio, la compañía es una suerte de paradigma en el teatro de ciudad. A principios de siglo, iniciaron una campaña, que les dio extraordinarios resultados, de “entrada libre con aporte voluntario”, porque, además, realizaron, aún lo hacen, campañas barriales, además de presentaciones para sensibilizar públicos.

Fotografía del Pequeño Teatro de Medellín.

En su cincuentenario, esta agrupación puede contar miles de historias de sus viejos recorridos, con sus utensilios, escenografías, bártulos diversos, por todo el país. Aprendieron de los pescadores, de los expulsados por la violencia, de las conmemoraciones patrióticas como la de los 200 años del levantamiento de los Comuneros y, desde luego, del estudio de teóricos, dramaturgos, y hasta de los mismos alumnos de su escuela teatral.

Una bella historia les sucedió hace años, en un pueblecito junto al Páramo de las Letras, con una ermita colonial. Encontraron un sacerdote deshierbando el parque y lo invitaron a que presenciara la función de títeres que, por la noche, Pequeño Teatro presentaría. El cura, de unos 80 años, rompió en llanto. Y lloró y lloró. Luego dijo: “Yo presenté La barraca, de Federico García Lorca, en una vereda de Granada, con Federico”. Era un cura “rojo” español, que, tras la guerra civil, lo mandaron como castigo al fin del mundo.

La Barraca garcialorquiana era una manera tremenda y bella de devolver el teatro al pueblo. Algo parecido hace el cincuentón Pequeño Teatro de Medellín. Felicidades.

Columna de opinión tomada de El Espectador.
Publicada el 25 de marzo de 2025.

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Reinaldo Spitaletta

Escritor, periodista y transeúnte. Columnista de El Espectador.

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