La igualdad salarial entre hombres y mujeres, con el paso del tiempo, pareciera más un sueño utópico que una meta alcanzable, especialmente dentro del modelo económico que sostiene a nuestro país. A propósito del Día Internacional de la Igualdad Salarial, conmemorado el 18 de septiembre, es necesario abrir nuevamente el debate.
Analizar esta problemática exige una mirada integral. No se trata únicamente de evidenciar que la igualdad salarial no se ha alcanzado en ningún país del mundo, sino de entender cómo el sistema económico actual perpetúa condiciones estructurales que agravan la desigualdad para las mujeres.
Pese a los avances en educación y participación laboral femenina, en América Latina y el Caribe persisten profundas brechas en el ámbito laboral: menores tasas de empleo, trabajos más precarios y una diferencia salarial constante. Según un informe reciente de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en 2023 la brecha salarial de género —ponderada por factores— fue del 19,8 % en ingresos mensuales y del 17,3 % en salario por hora, en detrimento para las mujeres.
En Colombia, la situación no es diferente. De acuerdo con datos de Corficolombiana, la brecha salarial alcanza un 7 % a favor de los hombres. Pero el problema va más allá del salario. El modelo económico actual, que no apuesta por una producción nacional sólida ni por la generación de empleo digno, reproduce y amplifica estas desigualdades. Así, no solo se perpetúa la brecha salarial, sino también el desempleo, la pobreza y la exclusión económica de las mujeres.
Las estadísticas del DANE reflejan con claridad la desigualdad estructural que enfrentan las mujeres en el mercado laboral colombiano. Desde 2015, la tasa de desempleo en mujeres ha sido, en promedio, 5,5 puntos porcentuales más alta que la de los hombres. En 2024, esa diferencia fue de 4,9 puntos, lo que en la práctica significa que por cada 10 hombres desempleados, hay cerca de 14 mujeres sin trabajo. Además, la tasa de ocupación femenina sigue siendo mucho menor. En promedio, por cada 3 hombres ocupados, solo hay 2 mujeres trabajando, lo que se traduce en una brecha de 26 puntos porcentuales. Esto no solo refleja menos acceso al empleo, sino también menos independencia económica. En cuanto al trabajo no remunerado, la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo revela que las mujeres destinan un 17,6 % de su tiempo a tareas domésticas y de cuidado no remuneradas, mientras que los hombres sólo un 5,2 %. La diferencia es más pronunciada entre los 25 y 44 años, donde las mujeres dedican casi cuatro veces más tiempo que los hombres a estas labores.
Durante el trimestre mayo-julio de 2025, la diferencia en la tasa global de participación (TGP) entre hombres y mujeres fue de 24,1 p.p., y en la tasa de ocupación (TO), de 24,6 p.p. La brecha en la tasa de desempleo (TD), por su parte, se situó en 4,1 p.p.
Estas cifras no sólo evidencian una persistente desigualdad en el empleo formal y remunerado, sino que muestran cómo la doble jornada laboral, recae desproporcionadamente sobre las mujeres, afectando directamente su acceso a recursos económicos dignos y su calidad de vida.
Lejos de disminuir, la brecha salarial se ha mantenido estancada durante casi dos décadas. Los factores tradicionalmente utilizados para justificar esta diferencia —como el nivel educativo o los años de experiencia— ya no son suficientes para explicarla. El problema es más profundo y estructural.
Uno de los obstáculos más persistentes es el conocido “techo de cristal”, ese límite invisible que impide a muchas mujeres acceder a puestos de liderazgo o cargos mejor remunerados, a pesar de cumplir con todos los requisitos. Corficolombiana ha señalado que estas barreras están profundamente arraigadas en estereotipos de género, dinámicas organizacionales excluyentes y patrones culturales que siguen favoreciendo a los hombres, especialmente en cargos de poder.
Frente a este panorama, es urgente adoptar medidas concretas y realistas para combatir la desigualdad salarial y, en general, la desigualdad económica que enfrentan las mujeres. Esto implica una profunda reestructuración del modelo económico, en el que se priorice la producción nacional y la creación de empleo digno con garantías. También es necesario redistribuir equitativamente las tareas de cuidado no remunerado que amplían la brecha y eliminar los sesgos y estereotipos culturales que limitan el crecimiento profesional de las mujeres.
La igualdad salarial no puede seguir siendo una consigna vacía. Debe convertirse en un objetivo político, económico y cultural prioritario. De lo contrario, seguiremos conmemorando el 18 de septiembre como un recordatorio de lo mucho que aún nos falta por alcanzar.